sábado, 28 de abril de 2012

La planta que salvó a un rey

Los cardos no son precisamente la clase de flor que a la gente le gusta llevar. No son muy bonitos y tienen unas hojas espinosas que pinchan al tocarlas. Además, crecen tan deprisa y en tanta cantidad que son una plaga para los agricultores.
Pero el feo y espinoso cardo es una planta que se respeta en Escocia. La razón de ello se encuentra en la leyenda escocesa que nos dice cómo los cardos salva­ron de los vikingos a un rey de Escocia.
Los vikingos eran unos fieros guerreros que procedían de los países nórdicos, Suecia, Dinamarca y Noruega. Los vikingos amaban la guerra y la lucha. Navegaban hacia diferentes países y atacaban sus ciu­dades y castillos. Con frecuencia, mataban a todos sus habitantes, robaban a los ricos y quemaban todo lo que encontraban.

Una vieja historia cuenta que algunos vikingos desembarcaron en Escocia hace más de mil años. Durante la noche, cercaron el castillo del rey. Todos los ocupantes del castillo estaban durmiendo y no se dieron cuenta de que los iban a atacar.
Alrededor del castillo había un foso, es decir, un hoyo grande y profundo. Generalmente los fosos se llenaban de agua. Así, los vikingos se quitaron las sandalias para atravesarlo. Pero en aquel foso no había agua. Estaba seco y lleno de espinosos cardos.
Cuando los primeros vikingos, con los pies descalzos, pisaron los cardos, se pusieron a gritar de dolor. El ruido despertó a los ocupantes del castillo, que fueron capaces de vencer a los vikingos y expulsarlos. En la actualidad, el cardo es el emblema nacional de Escocia.

La planta que se pone a gritar

Hace mucho tiempo, numerosas personas creían que la planta llamada mandrágora era mágica. Las brujas y los brujos solían recoger raíces de mandrá­goras para emplearlas en sus hechizos. Sin embargo, no era fácil hacerse con una raíz de mandrágora. Todo el mundo creía que cuando se arrancaba una mandrágora, ésta se ponía a gritar y todo aquel que oía el grito de una mandrágora, moría sin remedio. Por tanto, cuando una bruja quería cortar una mandrágora, debía hacer todo lo posible para protegerse. En primer lugar, esperaba una noche sin luna. Después, con ayuda de un perro negro, un cuerno, un hueso y un pedazo de cera, iba en busca de una mandrágora. Cuando la encontraba, ataba un extremo de una cuerda a su tallo y el otro al cuello del perro. Después, la bruja se tapaba los oídos con la cera y esperaba. A medianoche en punto, enseñaba el hueso al perro. Éste echaba a correr para alcanzarlo y de este modo arrancaba la mandrágora. Pero la bruja estaba a salvo. No podía oír los gritos de la mandrágora, ya que la cera tapaba sus oídos y, además, hacía sonar el cuerno con todas sus fuerzas.


Actualmente sabemos que todo esto no es más que una tontería. Además, la bruja o el brujo no hubieran oído los gritos de la mandrágora, puesto que las mandrágoras, ni ninguna planta, pueden gritar.



Las Plantas, SALVAT Editores. Barcelona. España. 1973

jueves, 26 de abril de 2012

El Eco y la Flor

Adaptación de una leyenda griega.

Eco era una hermosa ninfa que vivía en el bosque. Iba por las colinas saltando entre los árboles y corriendo por las orillas de río y arroyos. Era tan bonita que placía admirarla, contemplarla; mas también era muy habladora, y cuando charlaba, y charlaba largamente, se desvanecía el encanto de quienes estaban con ella, pues se aburrían de oírla sin cesar; hasta su belleza parecía que se marchitaba.
Una vez, el constante parloteo de Eco enfureció tanto a Juno, la diosa de los cielos, que, en castigo, la privó de la facultad de hablar con sus propias frases. Todo lo que Eco podría decir desde aquel momento sería pronunciar las dos o tres últimas palabras de las con-versaciones de los demás. A veces, incluso repetía los ruidos de algunos animales:
- Tuit, tu -decía cuando oía a una lechuza.
-Cuac, cuac, cuac -cantaba al oír a un ganso.
-Croc, croc, croc -croaba cuando oía a un sapo.
Para la pobre Eco, que estaba acostumbrada a hablar, hablar y hablar, esta era una vida muy monótona. Pero uno de aquellos días tan monótonos! Eco tuvo una sorpresa muy rara. Delante de ella, en el bosque, estaba el hombre más guapo que había visto en su vida. Este hombre era un cazador, llamado Narciso.
"Debo ver visiones", pensó Eco.
Con los puños cerrados, se frotó los ojos y volvió a mirar para convencerse de que lo había visto. Aún estaba allí él.
"¡Oh, si este guapo cazador dijera unas palabras que yo pudiera repetir!", se dijo suspirando.
Eco no sabía que el guapo Narciso estaba tan enamorado de sí mismo que no prestaba atención a los demás, pero le siguió en su camino, escondiéndose entre los árboles.
Narciso oyó a su espalda los pasos de Eco y, volviéndose, la descubrió.
-Hola -dijo Narciso, indiferente.
-Hola -repitió Eco.
-¿Quién eres?
-¿Quién eres?
-¿No quieres decirme tu nombre?
-¿No quieres decirme tu nombre?
-¿Vives cerca de aquí?
-¿Vives cerca de aquí
-¿Eres tonta?
-¿Eres tonta?
-¡Cállate!
-¡Cállate!
Cuando Narciso oyó a Eco repetir lo que él decía, se puso de tan mal humor que se alejó de ella sin decir nada más. No tenía tiempo para Eco y sus tontas imitaciones; lo necesitaba para pensar en sí mismo.
Eco se quedó llorando. Sabía que estaba derrotada y que todas las tentativas para hacerse amiga de Narciso serían inútiles.
Dicen que Eco, quedó tan apenada que subió a una colina y se convirtió en piedra, no quedando de ella nada más que su voz, la cual todavía puede oírse hoy, repitiendo las palabras de los demás.
Mientras, Narciso avanzaba sin dignarse mirar a nadie. Sólo oía a otras gentes cuando le halagaban.
Los justos dioses de los cielos, que veían las feas acciones de Narciso y que observaron el triste destino de Eco, decidieron castigarle por su vanidad.
Así, un día que iba de caza pasó cerca de un tranquilo lago. Se arrodilló para beber y vio su cara reflejada en el agua. Sonrió, y la imagen del agua sonrió también. Los dioses hicieron que se quedara allí, admirando su cara. De esta manera, maravillado por el reflejo de su rostro, pasó días y días, sonriendo y haciendo gestos al agua, olvidándose incluso de comer y beber, hasta que, finalmente, se consumió. Los dioses bajaron para recoger su cuerpo y llevarlo al país de la muerte, y en el lugar donde había estado creció una hermosa flor, que recibió su nombre: el narciso.

Cuentos y Fábulas, SALVAT Editores. Barcelona. España. 1973

Pandora


PANDORA

Hace mucho, mucho tiempo, cuando este viejo mundo era todavía muy joven, vivía un niño llamado Epimeteo. No tenía padre ni madre y, para que no estuviera solo, una niña (que, como Epimeteo, no tenía padre ni madre) fue enviada desde un lejano país para vivir con él y que fuera su compañera de juegos. Se llamaba Pandora.

Lo primero que vio Pandora, cuando entró en la casa donde vivía Epimeteo fue una gran caja. Y casi la primera pregunta que hizo fue:
-Epimeteo, ¿qué hay en esta caja?
-Es un secreto -dijo Epimeteo- y no debes preguntarme nada de ella. Dejaron la caja ahí para que estuviera segura. Ni yo mismo sé lo que hay en ella.
-Pero, ¿quién te la dio? -preguntó Pandora-, ¿de dónde viene?
-También es un secreto -replicó Epimeteo.
-¡Esto es ridículo! -exclamó Pandora, haciendo un mohín con los labios. Me gustaría librarme de esta caja.

No pienses más en ella -dijo Epimeteo-. Salgamos a jugar. Salieron a jugar, y Pandora se olvidó de la caja. Pero al volver a entrar en casa, no podía dejar de pensar en ella.
"¿De dónde viene esta caja?", se decía y a Epimeteo:
-¿Qué puede haber en ella?
-Te he dicho cincuenta veces que no lo sé -dijo Epimeteo-.
-Podrías abrirla -insistió Pandora- y no tardaríamos en averiguarlo.
-Pandora, ¿qué estás pensando? -exclamó Epimeteo. Le repugnaba la idea de abrir la caja que se le había confiado para que la cuidara.
-Por lo menos -dijo ella- podrías decirme cómo llegó hasta aquí. -La dejaron en la puerta -explicó Epimeteo- poco antes que tú llegaras; la trajo una persona vestida de un modo extraño. Llevaba un gorro hecho en parte de plumas que parecían formar dos alas.
-¡Ah, ya sé quién es! -dijo Pandora-. Se trata de Mercurio; es el mismo que me trajo aquí, junto a la caja. No hay duda que la caja me pertenece y, probablemente, contiene hermosos vestidos para que yo me los ponga o juguetes para los dos, o algo muy rico para que lo comamos ambos.
-Quizá -dijo Epimeteo, volviéndose-. Pero, hasta que Mercurio regrese y no diga que podemos hacerlo, ninguno de nosotros tiene derecho a levantar la tapa de la caja. -y salió de casa.
¡Qué niño tan estúpido! -se dijo Pandora.
Comenzó a mirar la caja. Era de bonita madera negra, tan pulida que Pandora podía verse reflejada en ella.

Había una hermosa cara grabada en el centro de la caja, y Pandora la miró repetidamente; le parecía a veces que aquel rostro le sonreía, mientras que otras veces su expresión era tan seria que le asustaba.
La caja no tenía llaves ni cerraduras, como suelen tener todas las cajas, pero estaba atada con una cuerda de oro.
Pandora se dijo: "Si desato la cuerda, seguramente podré volver a atarla después. No habrá peligro. No necesito abrir la caja, aunque el nudo se deshaga". Entonces, por puro accidente, dio un tirón a un cabo de la cuerda de oro y el nudo se desató como por arte de magia; y allí quedó la caja, sin nada que la atara.

¡Oh!, ¿qué dirá Epimeteo cuando vea que el nudo se ha des­hecho? -se dijo Pandora-. Sabrá que he sido yo. ¿Cómo le conven­ceré que no he mirado dentro de la caja?
y entonces se le ocurrió pensar que ya podía abrir la caja, pues­to que él, de todos modos, pensaría que lo había hecho.

La cara de la tapa se sonrió, como diciéndole que no había pe­ligro alguno en levantarla. Entonces le pareció oír unas vocecillas que suspiraban dentro de la caja.
-¡Déjanos salir, Pandora! -decían- ¡Déjanos salir, nos diverti­remos mucho jugando contigo!
¿Qué podrá ser pensó Pandora-. Hay algo vivo en la caja.
Voy a echar sólo un vistazo y cerraré en seguida la tapa. Seguro que no hay ningún peligro en hacerlo.

Mientras tanto, Epimeteo, que había estado jugando con otros chicos, decidió volver a donde estaba Pandora. Se detuvo a cortar unas rosas, lilas y flores de naranjo para confeccionarle una guirnalda a Pandora. Epimeteo llegó a la puerta de la casa y entró sin hacer rui­do porque quería dar una sorpresa a su amiga. Cuando llegó a la puerta, la niña acababa de poner sus manos en la tapa y estaba a punto de abrir la caja. Si Epimeteo hubiera gritado, probablemente Pandora habría dejado caer la tapa. Pero Epimeteo, aunque no lo ma­nifestara, sentía tanta curiosidad como Pandora por saber qué había en aquella caja. Y si encerrara algo precioso o de mucho valor, pen­saba quedarse con la mitad. Casi era tan necio y culpable como ella.
Un gran trueno resonó fuera, pero Pandora ni se dio cuenta. Le­vantó la tapa y miró hacia su interior. Una manada de criaturas ala­das salió volando de la caja y pasó rozándola. Oyó entonces la voz de Epimeteo que decía, como si algo le doliera:
-¡ Ay, me ha picado! Pandora, niña mala, ¿por qué has abierto esa caja diabólica?
Pandora dejó caer la tapa y quiso saber qué le había pasado a Epimeteo.
Oyó un gran zumbido, como si moscas y mosquitos de gran ta­maño volaran por la habitación. Descubrió una multitud de pequeñas sombras muy feas, con alas como de vampiros, provistas de terribles aguijones en la cola. Una de éstas había picado a Epimeteo, y pronto Pandora comenzó también a chillar de miedo. Un feo y pequeño monstruo se había posado en su frente, y le hubiera picado, sin du­da, si Epimeteo no hubiera corrido a espantado.
Poco imaginaban los niños que aquellas criaturas feas formaban toda la familia de los males de la tierra. Allí estaban los enojos, las preocupaciones de todas clases, las penas sin número, enfermedades de muchas formas dolorosas, y, en fin, tantas clases de males que nadie podría enumerarlos. Todos los dolores y pesares que afligen a la humanidad se habían reunido en la misteriosa caja entregada a Epimeteo y a Pandora para que, mientras ellos los guardaran ence­rrados, vivieran como dos niños felices y nada en el mundo pudiera molestados. Si hubieran cuidado de la caja como debían, nadie hu­biera estado nunca triste, ningún niño hubiera tenido que derramar una sola lágrima.

Los males alados salieron por la ventana y se esparcieron por todo el mundo. Hicieron que la gente se sintiera tan desgraciada que, durante muchos días, nadie pudo sonreír.
Mientras tanto, Pandora y Epimeteo se quedaron en la casa. Epi­meteo se sentó en un rincón, dando la espalda a Pandora. Ella apoyó la cabeza sobre la caja y lloró amargamente.
De pronto, se oyó un ligero golpe en la tapa de la caja. -¿Qué será esto? -dijo Pandora, levantando la cabeza.
Parecían los nudillos de una mano de hada que golpeaban suavemente dentro de la caja.
-¿Quién eres tú? -preguntó Pandora. Una voz suave habló desde dentro. -No tienes más que levantar la tapa.
-¡No, no! -respondió Pandora-. Ya he tenido bastante con levantarla antes. Hay demasiados hermanos y hermanas tuyos volando por el mundo.
-¡Oh! -dijo la voz de nuevo-, no son hermanos ni hermanas míos. Vamos, vamos, Pandora, déjame salir.
La voz parecía tan dulce y cariñosa  que Pandora y Epimeteo levantaron juntos la tapa. De allí salió una criatura, un hada brillante y sonriente. Voló hacia Epimeteo, le tocó suavemente el lugar donde el mal le había picado y, al momento, el dolor desapareció. Después, besó a Pandora en la frente y su daño también se curó al instante.
-Dime, ¿quién eres, hermosa cria­tura? -preguntó Pandora, mirando con asombro al hada.
-Me llamo Esperanza -dijo la figura-. Me metieron en la caja para consolar a la gente cuando la fa­milia de los males volara libre por el mundo.
-¿Y te quedarás con nosotros siempre? -preguntó Epimeteo.
-Mientras viváis -dijo la Esperanza-, prometo que nunca os abandonaré. A veces me volveré invisible a vuestros ojos y os pare­cerá que me he ido para siempre. Pero, quizá, en el momento menos pensado, oirán mis alas en el techo de la casa.

Y desde entonces, los males han estado volando siempre por el mundo y no han cesado de atormentar a los hombres; pero, siempre, la Esperanza ha venido a traer alivio y descanso.

Cuentos y Fábulas, SALVAT Editores. Barcelona. España. 1973